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CONSPIRACIONISMO Y POPULISMO, DE WASHINGTON A BUENOS AIRES

El asalto al Capitolio en Washington por una turba de ultraderechistas exaltados, el 6 de enero del 2021, instaló en la superficie visible, y en el centro mismo de los Estados Unidos lo que, hasta entonces, se observó siempre como un fenómeno subterráneo -proveniente de la “América profunda”- o periférico y ajeno al mainstream estadounidense. Este año, el 1° de setiembre, en Buenos Aires, un muchacho con toda la apariencia de no estar en su sano juicio intentó asesinar a la vicepresidente Cristina Kirchner en la puerta de su domicilio gatillando una pistola a centímetros de su rostro. El fallido magnicidio, ocurrido a la luz del día y ante la mirada impávida de custodios y seguidores que acompañaban y vivaban a la vicepresidente, fue rápidamente interpretado por el relato kirchnerista como la punta del iceberg de una vasta conspiración que involucraba a la oposición, los medios de comunicación, los servicios de inteligencia y los jueces.

La acción chapucera perpetrada en Washington fue investigada por una comisión parlamentaria y por la Justicia estadounidense, arribando a la conclusión de que se trató de un intento de golpe de Estado, que involucró al expresidente Donald Trump, quien alentó a los activistas a resistir una supuesta “implantación del socialismo” en los EE.UU. Así leían el triunfo de Joe Biden y el regreso de los demócratas a la Casa Blanca. La conspiración fue desbaratada y esclarecida. Sus implicados, identificados y detenidos.

En el caso argentino, la teoría persecutoria y “complotista” encontró una derivación vinculando la presunta intención homicida de un individuo marginal o grupo de fanáticos, con las causas judiciales que se le siguen a la expresidente, y en particular con el proceso que llegó en estos días a su condena en fallo de primera instancia. El relato conspiracionista pone, en este caso, en duda el accionar de la justicia en la investigación de hechos de corrupción durante los gobiernos de Néstor Kirchner y su esposa y sucesora, sosteniendo que el Poder Judicial es en realidad un “Partido Judicial” que pretende arrinconar a un sector de la política a través del impulso de causas amañadas, que no están basadas en pruebas y evidencias sino en intenciones persecutorias y proscriptivas contra dirigentes que defienden causas populares.

El conspiracionismo recorre todo el continente. El presidente mexicano Andrés López Obrador observó la destitución del presidente Pedro Castillo en Perú, tras su torpe intento de cerrar el Congreso y gobernar por decreto, como otro ejemplo de “lo que se está aplicando en distintas partes: son golpes blandos, ya no es la intervención militar, es ir con el control de los medios de información que manejan los oligarcas de los países”. “Fui víctima de un plan maquiavélico”, denunció desde la cárcel Castillo, que se suma a los expresidentes peruanos detenidos por corrupción.

El Grupo de Puebla, reunión de gobiernos y líderes de izquierda de la región, sindicado por los conspiracionistas de derecha como la representación de la amenaza populista a las democracias latinoamericanas, asume a su vez las teorías conspiracionistas para denunciar a la amenaza de “las derechas” y la existencia de Lawfare o “guerra judicial” contra los “gobiernos populares”. El conspiracionismo ocupa en la narrativa populista el lugar que tenían las doctrinas ideológicas en otros tiempos. La argumentación ideológica es suplida por relatos complotistas y visiones conspirativas y paranoicas de la realidad.

Los conspiracionistas, explica Ignacio Ramonet en su libro La era del conspiracionismo (Siglo XXI, 2022), “son adictos al placer de la hermenéutica, que es el arte de interpretar, de decodificar y de descifrar un mensaje. La hermenéutica sirve de llave maestra para desmontar las complejidades no aparentes de la comunicación, disimuladas a menudo en símbolos, códigos y cifras que hay que descubrir… Detectar indicios y signos que nos orienten en el descubrimiento de una conjura”.

Las conspiraciones existen. Pero el conspiracionismo se fija en ellas -reales o imaginarias- a falta de explicaciones más convincentes, como coartada para eludir responsabilidades propias, cubrir, acallar o neutralizar todo atisbo de crítica o autocrítica frente a los abusos o manejos discrecionales del poder, quitar legitimidad a los adversarios políticos, generalizar la impresión de que “todo está podrido” en el mundo de la política.

Concluye Ramonet, sobre lo que define como una “regresión prerracional”: “Pocos argumentos crean mayor sentimiento de comunidad, de grupo, de un ´nosotros´, que el que empuja a organizarnos, a agruparnos contra un ‘ellos’, sobre todo si los malvados son las ‘elites privilegiadas’, las minorías étnicas, los ‘rojos’ o los extranjeros”. O sea, los habituales chivos expiatorios, que hoy proliferan alimentados por discursos de odio, noticias falsas y exabruptos proto-fascistas que circulan las redes sociales.

Un síntoma del malestar en nuestra cultura que tiene un trasfondo más complejo: el de la crisis de la racionalidad moderna, con el desdibujamiento de la distinción entre realidad y ficción, verdad y mentira, que repercute sobre los sistemas de creencias y alimenta este “huevo de la serpiente” de la tercera década del siglo XXI: la emergencia de populismos radicalizados que, como está visto, no son de izquierda ni de derecha. O, mejor dicho, pueden revestirse con uno u otro ropaje, a diestra y siniestra, según los contextos y oportunidades.