La delincuencia organizada ya no es un fenómeno limitado al tráfico ilegal de bienes y servicios diversos (e.g., drogas, armas, migrantes, artículos de lujo con marcas falsificadas, tráfico de flora y fauna, entre otros 19 tipos de delitos económicos organizados y transnacionales que, periódicamente, medimos junto a mis equipos de campo en 122 países), es también un cáncer que invade las dimensiones políticas, captura el tejido social y se apodera de las esferas policiales y militares, con capacidad de infiltrar, reconfigurar y transformar a Estados completos, capturar instituciones y deteriorar o colapsar la vida democrática e institucional de países enteros. Frente a esta amenaza con tantos tentáculos perniciosos, se requiere un enfoque de desmantelamiento mucho más multidisciplinario que combine una perspectiva de coordinación internacional en las dimensiones político-militar y de sociedad civil, además de las tradicionales áreas de cooperación internacional enumeradas en los instrumentos legales enmarcados en la Organización de las Naciones Unidas.
Cuando un Estado es capturado en su totalidad por estructuras criminales, por definición deja de existir la democracia, desaparece el Estado de derecho y, en consecuencia, se extinguen los derechos humanos de naturaleza política, social, económica y cultural.
Venezuela, bajo el sangriento yugo represivo de Nicolás Maduro y su red criminal transnacional, es un caso paradigmático: el régimen político venezolano ya no puede diferenciarse de los cárteles con los que coopera en el tráfico ilegal de petróleo, oro, minerales estratégicos, joyas o drogas psicoactivas; de igual forma ocurre también con otra organización criminal terrorista libanesa denominada Hezbolá, que funciona como una red criminal transnacional y comete actos de terrorismo para sostener y engrandecer su poder.
Documentos, videos y archivos de inteligencia corroboran hoy la participación directa de miembros del gobierno de Nicolás Maduro, sus ministros y militares, en el tráfico de una diversidad creciente de drogas psicoactivas, a través de vínculos con las FARC en el pasado y con el Cártel de Sinaloa más recientemente. Lo mismo ocurre en Corea del Norte, donde el régimen participa en la falsificación de monedas y mercancías; o en Siria, con el tráfico de metanfetaminas; y en Rusia, en donde el propio Ministerio de Defensa se encuentra involucrado con la trata y tráfico de personas, así como en el tráfico de armas en tres continentes. Estos son ejemplos muy claros de Estados criminales monolíticos, con estructuras institucionales en las que el aparato estatal se convierte en un organigrama delictivo organizado transnacional, compuesto por ministerios y secretarías de Estado.
México, por otro lado, presenta un escenario criminológico distinto. Aquí, decenas de redes criminales actúan de manera descentralizada, cada una compitiendo con otras y capturando “pedazos” distintos del Estado en los niveles federal, estatal y municipal. Fiscalías, policías y jueces son cooptados y reconfigurados debilitando, con ello, profundamente a las instituciones. En este contexto, México ya no es considerado una democracia plena. Organismos internacionales como The Economist Intelligence Unit y Human Rights Watch lo clasifican como un sistema híbrido y, yo agregaría, con claros rasgos de una mafiocracia político-electoral.
Tres son los principales canales de infiltración político-criminal en México:
- El sistema político-electoral, mediante el financiamiento ilícito de campañas y la colocación de candidaturas criminales en listas partidistas.
- Las contrataciones públicas, donde dinero sucio se blanquea a través de empresas privadas que ganan licitaciones.
- La corrupción institucional, con la compra de jueces, fiscales y policías.
En el caso mexicano, Estados Unidos juega un papel clave. El fentanilo y el narcotráfico han convertido a su vecino del sur en un tema de seguridad nacional. La presión de Washington, aunque a menudo contaminada por intereses políticos y económicos, ha frenado, hasta cierto punto, la transformación de México en un Estado criminal monolítico.
Más allá de las reformas institucionales y la presión internacional, la batalla contra el crimen organizado requiere de un cambio cultural. Italia lo demostró en los años noventa, cuando jueces y fiscales antimafia lograron movilizar a la sociedad contra la corrupción. En México, aunque la sociedad civil se ha fortalecido técnicamente, aún falta cohesión social y una verdadera cultura de la legalidad. Mientras la población siga siendo comprada mediante dádivas y programas clientelares, la delincuencia organizada tendrá espacio para expandirse y seguir condicionando la democracia.
Pese a este terrible panorama que se agrava en México, la experiencia internacional muestra que existen mejoras institucionales para contener la expansión del crimen organizado:
- Una coordinación judicial interinstitucional en la que fiscales tengan acceso a información potencialmente probatoria mucho más rica y diversa, proveniente de todas las instituciones estatales, incluyendo registros de la propiedad, inteligencia financiera, aduanas y órganos de inteligencia militar;
- El cumplimiento de las 40 recomendaciones del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) para prevenir el lavado de dinero, con responsabilidad directa del sector privado;
- Una reforma electoral que elimine las candidaturas “a dedazo” y adopte primarias abiertas y auditadas, como en Chile o Francia;
- La aprobación de leyes que permitan la instalación de mecanismos de auditoría ciudadana, con redes compuestas por contralores sociales con acceso a información y capacidad de supervisión real;
- Y, finalmente, la implementación de un sistema de reasignación social de bienes decomisados, siguiendo el modelo italiano, para que tierras, edificios y empresas confiscadas sean devueltas en beneficio de comunidades vulnerables.
En contraste con México, los regímenes en los que el Estado se reconstituye y se transforma monolíticamente en una red criminal organizada desde su cúpula presidencial, y que además comete actos de terrorismo transnacional (tal como son definidos por las 19 leyes internacionales de la ONU), como en los casos de Venezuela, Corea del Norte o Rusia, la única vía para su desmantelamiento político, económico y militar es a través de una alianza de países que los clasifiquen como organizaciones terroristas. En ese escenario, los instrumentos legales de las Naciones Unidas permiten aplicar bloqueos militares marítimos, terrestres y aéreos, conjugados con ofensivas cibernéticas contra la infraestructura tecnológica de comunicación y las logísticas operativas del propio Estado.
Las tácticas en estos casos deben apuntar a “ablandar” al régimen político-criminal mediante los cuatro tipos de bloqueos antes mencionados, más la “compra” de funcionarios civiles y militares cercanos a los líderes de más alto rango, incautaciones y decomisos de activos ligados a ellos, junto con sanciones económicas y ataques militares contra las infraestructuras de producción y distribución de los tráficos ilegales, con el fin de cortar el flujo financiero que alimenta los presupuestos oficiales del Estado criminal y con los cuales sostiene a sus élites militares y políticas.
Por lo tanto, se debe concluir que la delincuencia organizada privada empresarial —que, para lograr protección de sus negocios, captura a innumerables políticos, como en el caso de México— y la delincuencia organizada de Estado —en la que éste, de manera monolítica, se transforma en una red criminal transnacional— son hoy dos de las principales amenazas a la democracia mundial y, en particular, a las democracias de América Latina.
Venezuela muestra el rostro del Estado criminal monolítico; México, el de la mafiocracia descentralizada. Ambos escenarios son diferentes, pero convergen en un mismo riesgo: la erosión de las instituciones y la captura del poder político. Combatir estos dos fenómenos exige un arsenal de instituciones, tales como la coordinación judicial internacional, controles patrimoniales y controles electorales, auditoría ciudadana y presión internacional diplomática y militar sostenida. Pero, por sobre todo, requiere de sociedades capaces de generar anticuerpos culturales contra la corrupción y la ilegalidad. Sin este apego a una cultura social de la democracia y de la legalidad, ningún Estado puede resistir el avance del crimen organizado transnacional ni evitar la muerte de la democracia.
Miembro Fundador y Director Adjunto de Save Democracy. Académico investigador “Senior” en la Universidad de Columbia, EUA; director del “International Law and Economic Development Center”; presidente del Directorio del “Friends of the Wildlife Justice Commission” (USA); académico “Senior” visitante de la Università degli Studi de Torino (Italia) y presidente del Instituto de Acción Ciudadana (México). Escritor, académico, líder de sociedad civil, asesor y filántropo internacional especializado en la prevención y desmantelamiento de redes criminales transnacionales dedicadas a la trata de personas, tráfico de migrantes, tráfico ilegal de armas, drogas, flora y fauna, entre otros delitos organizados. Se ha desempeñado como funcionario y asesor de diversos organismos internacionales como UN, OEA, BID, Banco Mundial y Transparencia Internacional en estos mismos rubros.
Ebuscaglia@savedemocracyal.org








