DEMOCRACIAS CAPTURADAS: LA DELGADA LÍNEA ENTRE GOBIERNO Y DELINCUENCIA

Este asunto es particularmente pertinente a la luz de la evolución política de México y de otros países, y de su relación con la delincuencia organizada. Lo primero que quiero subrayar es la estrecha conexión entre delincuencia organizada y poder político.

La delincuencia organizada no puede entenderse sin su inserción en las estructuras económicas, políticas y sociales donde opera. No surge de la nada: está vinculada a las dinámicas de poder. En consecuencia, su existencia implica necesariamente un grado de corrupción dentro del Estado. Ese contubernio, en mayor o menor medida, es inevitable, pues las estructuras criminales que perduran requieren tolerancia, protección o complicidad de actores institucionales.

La expansión y el comportamiento de estas organizaciones están condicionados tanto por la fortaleza o debilidad del Estado como por las características del régimen político. Si analizamos al Estado en sentido weberiano, como el detentor del monopolio de la violencia legítima, la clave es ver qué tan efectivo y qué tan legítimo es ese monopolio. Un Estado fuerte logra garantizar seguridad bajo principios de legalidad; uno débil se vuelve discrecional, patrimonialista, con instituciones improvisadas y poco profesionalizadas.

En paralelo, los regímenes políticos pueden ser autoritarios o democráticos. El autoritarismo se caracteriza por la concentración del poder, la ausencia de contrapesos y una rendición de cuentas solo al superior jerárquico. La democracia, en cambio, requiere división de poderes, transparencia, legalidad y rendición de cuentas a los ciudadanos. Sus diferentes y posibles combinaciones generan distintos escenarios. Un Estado fuerte con régimen autoritario produce sociedades muy controladas, donde la delincuencia organizada difícilmente rebasa ciertos límites. En un Estado fuerte con régimen democrático, los contrapesos institucionales también restringen la expansión criminal. Pero los escenarios más graves surgen cuando el Estado es débil: en regímenes autoritarios, la delincuencia crece de la mano del Estado; y en democracias débiles, las organizaciones delictivas se fragmentan, surgen múltiples clientelas políticas que las patrocinan y la violencia se vuelve caótica.

Esto plantea la pregunta: ¿dónde termina el político y empieza el delincuente? En regímenes autoritarios, los criminales dependen de las decisiones de los actores de poder; en democracias débiles, las carreras políticas fragmentadas y los periodos cortos vuelven más vulnerables a los funcionarios ante el financiamiento ilícito o la coerción criminal.

En el caso mexicano, pasamos de un régimen autoritario con Estado débil —vigente hasta el año 2000— a un Estado igualmente débil, pero con una democracia limitada y nunca consolidada. Esa transición generó más violencia y fragmentación delictiva, porque no se sanearon las instituciones liberales de la democracia: Estado de derecho, garantías ciudadanas, combate a la impunidad. La democratización abrió espacios, pero no erradicó las redes de corrupción.

Desde 2018, observamos indicios de una reinstauración autoritaria y concentración del poder, lo que incrementa el riesgo de impunidad y fortalece redes de poder hegemónicas: alianzas entre actores políticos, empresariales y criminales que configuran circuitos institucionales para beneficiarse de actividades ilícitas como el tráfico de drogas o el robo de hidrocarburos

Frente a este panorama, los factores clave para revertir la tendencia son conocidos: un Poder Judicial independiente y profesional; procesos electorales y partidos políticos saneados; y una fiscalía autónoma capaz de investigar redes de poder completas y no solo casos aislados. Sin embargo, hoy estos elementos permanecen subordinados al poder político y resultan ineficaces para contener al crimen organizado.

Finalmente, debemos reconocer que el problema no se limita a las élites. La sociedad también presenta fracturas profundas. La ausencia de una cultura de interés público ha permitido que prácticas clientelares, beneficios inmediatos y complicidad social alimenten este ciclo de corrupción. La democracia no se regala: debe defenderse desde la sociedad civil, la academia, los medios y la acción colectiva.

En suma, la delincuencia organizada en México no es un fenómeno marginal, sino estructural. Solo la combinación de presión internacional, instituciones autónomas y una ciudadanía movilizada podrá revertir la configuración del Estado por intereses criminales.