En la historia de México, la ciudadanía como parte componente de un sistema democrático, tiene apenas unos cuántos años de existencia y, de hecho, es hasta ahora que se ha manifestado de una manera autónoma y robusta. Me explico.
El Estado surgido de la revolución de 1910-17 se autodefinió como un Estado Revolucionario encargado de llevar al país al desarrollo, a la justicia y a la democracia. La clase política formada al calor de esa lucha se sentía con una autoridad por encima de los demás grupos sociales y lo decía con toda claridad: “nosotros llegamos al poder por medio de las armas, así que no lo vamos a dejar por unos mugrosos votos”.
El propio General Lázaro Cárdenas, ya a principios de los años 60, aceptaba que la revolución había logrado la no reelección pero que faltaba el sufragio efectivo. Hasta el concepto constitucional de democracia tiene todavía esa visión de la autoridad revolucionaria. Dice el artículo tercero que la democracia es un sistema de vida basado en el constante mejoramiento económico, social, político y cultural del pueblo.
En otras palabras, la democracia política se supedita a la acción del Estado Revolucionario para llevar al pueblo a mejores niveles de vida. De ahí que las elecciones se organizaron para legitimar a los candidatos que decidía la clase política revolucionaria. Y para ganar por la buena o por la mala, estaba el partido revolucionario que organizaba a sus representados, obreros, campesinos y clases populares, de una manera corporativa. Los empresarios también fueron obligados a organizarse por ley y los militares, después de haber sido un sector oficial del partido, quedaron excluidos de la representación directa.
En la cúspide del poder estaba el presidente de la República, con muy amplios poderes, pero también obligado a respetar las reglas del juego de una vida política tan complicada como soterrada.
El ciudadano, en esas condiciones, era una figura meramente decorativa. Todavía para 1976 el candidato oficial ganaba con el 90 por ciento de los votos y, en muchas ocasiones, mediante casillas en las que obtenía el 100 por ciento. Demás está decir que cuando las situaciones se complicaban, como en 1940 o 1988, por señalar sólo dos, estaban todos los recursos que dios puso en las manos de los hombres cuando se trata de hacer trampa, o bien el uso de la fuerza descarnada.
La persona singular no contaba y menos por su voto. Había que estar cerca del poder, sobre todo del presidencial, o bien del sindical, campesino o popular, para obtener favores. La oposición política legal servía a los intereses de legitimación del régimen y se auto conformaba con consignas tan resignadas y curiosas como las de “la brega en la eternidad” del ala democrática del Partido Acción Nacional (PAN). Otras oposiciones no reconocidas legalmente no tenían mayor impacto político por lo que eran fácilmente reprimidas cuando su labor coincidía con algún ascenso de los movimientos sociales o eran toleradas por la enorme capacidad del Estado para legitimarse internacionalmente con el bloque socialista en aquel mundo bipolar.
Sería por el ascenso de los movimientos de las clases medias no organizadas corporativamente, que se abrió paso la necesidad de la reforma política orientada a dar representación a los grupos de izquierda, principalmente al Partido Comunista Mexicano (PCM), y después para democratizar la vida electoral en su conjunto, pues el agotamiento del modelo monopólico de representación finalmente hizo crisis a mediados de los años 80.
Una escisión en el Partido de Estado y el fortalecimiento de la oposición tradicional que impulsaron los empresarios, permitieron que, por fin, en el año de 1994 se arrancara de las manos del gobierno la organización de las elecciones y estas quedaran bajo el mando del Instituto Electoral, órgano autónomo y ciudadano del Estado.
La ola democratizadora en México permitió que en 1997 el PRI perdiera la mayoría en la cámara de diputados y en el 2000 se diera la primera alternancia en el gobierno, después de más de 70 años.
Vinieron doce años de gobierno de la alternancia por la derecha democrática que resultaron decepcionantes y que permitieron el regreso del PRI con sus más viejos vicios y costumbres, pero que ahora, a la vista de todos, resultó todavía más frustrante que los gobiernos anteriores.
La democracia, producto de largas y difíciles luchas, perdió prestigio y se debilitó puesto que dio lugar a gobiernos divididos entre fuerzas que no estaban acostumbradas a negociar.
La mesa estaba puesta para la alternancia, ahora por el lado izquierdo, y cuando el régimen podía ser fácilmente acusado de corrupto y el modelo neoliberal ya había dejado ver sus frutos de desigualdad y polarización en el mundo.
Pero el liderazgo de la aparente izquierda recayó en un caudillo populista blando, con el mismo ADN del viejo partido de Estado. Todos los aparatos corporativos del viejo partido fueron hechos a un lado y la restauración del viejo régimen vino por las dádivas de la política asistencialista que el caudillo, sin intermediación alguna, otorga directamente a las personas con el lema de primero los pobres.
En su afán por concentrar el poder, el presidente ha tratado de eliminar los órganos autónomos que la transición había venido creando. A destiempo, y como una maniobra elemental para intervenir en el proceso electoral que se avecina, el presidente ha intentado limitar al Instituto Electoral ciudadano y volverlo nuevamente órgano del gobierno.
La respuesta ha sido inusitada. Cientos de miles de personas salieron a las calles a defender al Instituto Nacional Electoral. Quizá el principal promotor de dos enormes manifestaciones de la ciudadanía en todo el país haya sido el propio presidente al despreciarlas e insultarlas abiertamente. Porque no fueron los organizadores los que hicieron una magnífica propaganda para que millones salieran a las calles a defender la democracia electoral. Ellos se limitaron a la convocatoria. El presidente, con sus desplantes logró lo que nadie: que la ciudadanía, después de casi 30 años de apenas haber nacido como figura autónoma, saliera a defender su espacio de participación.
Miembro del Consejo Consultivo de Save Democracy. Escritor, Académico e Investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales y en el Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM.