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LA DEMOCRACIA EN SU LABERINTO POSTPANDEMIA

Si hablamos de democracia, justo es reconocer que ya traíamos problemas cuando apareció la Pandemia, tan innegable como que estos tenderán a agravarse o a solucionarse, en función de lo que hagamos al respecto.

Cierto que los devastadores efectos del Covid-19 han hecho ver peor a su némesis, el populismo, que a la versión de democracia sesgadamente electorera que predomina en la mayor parte de los países así asumidos, particularmente en América Latina y el Caribe, no obstante, hay que reconocer que en esa parcialidad radica el origen de sus problemas.

Las democracias electoreras son parciales y por tanto incompletas porque enfatizan sus reglas de acceso al poder, pero se ocupan poco o nada de activar las reglas que garanticen el ejercicio democrático del mismo. Sus actores políticos cuentan con poderosos incentivos para llegar, pero no tanto para cumplir.

En ellas los partidos políticos se olvidan de su función educativa y de inclusión social, dejan de ser medios para convertirse en fines. Los ciudadanos ejercen su derecho a elegir, pero carecen de instrumentos eficaces para garantizar el cumplimiento del contrato electoral. Son democracias que en general garantizan la certeza del voto, pero desde luego no se ocupan de consolidar el empoderamiento ciudadano.

El retiro del Estado en favor de la preeminencia del mercado achicó el espacio de lo público y, con él, los grados de libertad del ciudadano. Al contrario de las promesas del liberalismo economicista, que promovió esa abdicación pública, se prohijó la más amplia oligopolización de la sociedad hasta entonces vista.

Su efecto más evidente es la descomunal desigualdad en el ingreso que se padece, pero hay otro no menos grave: el franco debilitamiento del interés general como rector de la vida pública, es decir la exclusión cada vez más acentuada de la mayoría ciudadana en la toma de decisiones y en el control de las acciones.

Sabemos que la entropía de cualquier sistema social se define por el equilibrio que guarde la relación inclusión-exclusión entre sus actores, una cuestión que en materia de democracia es especialmente crítica porque su promesa principal o raison d’être es la inclusión, como marco para la conciliación de las diferencias. Las mayorías gobiernan, las minorías controlan.

Si bien la fortaleza de todo sistema socio-político depende de la vigencia de su mito fundante, la democracia es particularmente sensible a la aprobación generalizada del mismo.

Cuando los excesos oligopólicos del neoliberalismo colonizaron la toma de decisiones del Estado, cesó la eficacia de las mediaciones en el ejercicio del poder, cuestión que, aunada al sesgo electorero de las democracias incompletas, cerró el circuito de la exclusión y avivó el desencanto social. Las democracias enfermaron, les comenzó a faltar el oxígeno social, su reproducción anaeróbica generó tumores populistas y amenaza de metástasis. Vista como quimioterapia, la postpandemia puede ser el principio del comienzo o el comienzo del fin.

Las democracias en la postpandemia están obligadas a rectificar para afrontar sus enormes retos por delante. Las propuestas neoliberal y populista han fracasado por igual, resultan incapaces de unir en la diversidad a la sociedad para salir de la crisis. Ha llegado el momento de renovar la capacidad incluyente de la democracia con una propuesta de igualdad social verde, libertaria y republicana. Es la hora de la renovación institucional, es la hora de erigir un nuevo pacto demócrata social.