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LOS NUEVOS GOLPES DE ESTADO EN AMÉRICA LATINA

La actual situación de las democracias en América Latina debe observarse con atención. Una serie de fenómenos de deformación asoman con preocupación en el horizonte. Uno, es el riesgo de lo que se podría denominar como golpes de Estado institucionales y que constituyen, por sus efectos, una variante de los golpes de Estado militares que lamentable tuvieron gran amplitud en el siglo XX. El elemento común es que tienden a concentrar poder, con derivas autoritarias. Un abuso de atribuciones que nace con legitimidad de origen y que intenta semejarse a un proceso democrático para que no parezca, en las formas, como un golpe de Estado de características tradicionales. Una distorsión de la democracia que aprovecha la debilidad de los partidos políticos, la pobreza y los reiterados fracasos económicos y sociales de buen gobierno, males endémicos de América Latina.

La noción de neo golpe institucional que puede afectar la división de poderes, el sistema democrático representativo, el Estado de derecho e incluso las libertades fundamentales, se manifiesta bajo distintas formas y concepciones. En tiempos recientes, América Latina atravesó diversas dificultades que la pusieron en evidencia: el derrumbe de gobiernos legítimamente elegidos como pudo haber sido el caso de Manuel Zelaya en Honduras (2008), Fernando Lugo en Paraguay (2012) o el de Dilma Roussef en Brasil (2016), por citar tres casos paradigmáticos centrados en procedimientos parlamentarios; un caso adicional pudo haber sido el de Fernando de la Rúa en Argentina (2001) con motivo de la cesación de pagos y la situación generada por el agotamiento del régimen de convertibilidad monetaria; juicios políticos, acusaciones penales o desestabilización económica, que logran el apoyo de la opinión pública, con objetivos políticos finales.

Otra forma más inminente de neo golpe institucional es la provocada por los propios gobiernos constitucionalmente elegidos, con la aplicación de estrategias de acumulación de poder supuestamente constitucionales. El ejemplo de Venezuela es quizás el más extremo. El Tribunal Supremo declaró en el 2017 a la Asamblea Nacional (de mayoría opositora) en desacato y la suspendió en las funciones legislativas, arrogándose ese carácter y tratando de anular al Poder Legislativo. En la actualidad hay diversos ejemplos sutiles en distintos países de la región cuyos Ejecutivos intentan suprimir o restar independencia al Poder Judicial. Una deriva de estas características asoma en México y Argentina, entre varios otros.

Se trata, en definitiva, de procedimientos que intentan anular las reglas preexistentes a través de la correlación de fuerzas originadas en una elección. La erosión de preceptos consagrados en las respectivas constituciones persigue desdibujar la distinción entre lo político y lo jurídico, con el propósito de que el Poder Ejecutivo sea el poder central del Estado. Por ejemplo, las referencias de la ex presidente de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, acerca de que la división de poderes es un mecanismo antiguo, nacido en la Revolución francesa, pone de manifiesto esa intención política.

La vulneración de la legalidad institucional vigente en un Estado, en cualquier de sus formas, resulta inaceptable y merece la mayor condena internacional. La Carta Democrática Interamericana, casi en el olvido de la diplomacia hemisférica, lo destaca de manera expresa. Los golpes de Estado institucionales deben prevenirse y repudiarse. No es tolerable el desvanecimiento de la democracia representativa bajo conceptos que, con objetivos supuestamente participativos, intentan hacerse del control de un Estado por un solo sector político. El caso reciente de El Salvador esperemos que no sea un botón de muestra de lo que puede ocurrir en otras democracias de América Latina.